http://identidadandaluza.wordpress.com/2010/08/25/utilidades-de-la-islamofobia/
Nasreddin Peyró/Identidad Andaluza
Islamofobia y antisemitismo
La islamofobia es un fenómeno exclusivo de la cultura occidental, y tan antigua como los primeros proyectos de expansionismo militar europeos que se toparon con la resistencia de los pueblos musulmanes (tan antigua como las Cruzadas). La islamofobia comparte con el antijudaísmo o el racismo antigitano la criminalización colectiva de toda una cultura, el recelo y la hostilidad contra millones de personas individuales, satanizadas en bloque en virtud de sus señas identitarias básicas. Como “semítico” es una categoría lingüística —y no “racial”, como les gustaba pensar a los maestros de Hitler en el siglo XIX—, y en cuanto la lengua del mensaje coránico es el árabe, podíamos decir que la islamofobia es parte del antisemitismo. A tenor de la cantidad de mensajes que hoy se generan contra la cultura islámica en Europa, añadiríamos que la islamofobia es el principal discurso de corte antisemita de nuestros días. No son las sinagogas los centros que, por ser lugares de reunión de miembros de otra cultura, se consideran hoy potencialmente “sospechosos” o “peligrosos” en Occidente: son las mezquitas. Y la forma de fabricar el peligro en torno al diferente, la forma de criminalizar en función de la adscripción cultural sigue siendo la misma. De nuevo una supuesta “identidad europea” homogénea se contrapone con tintes raciales o racistas a esa cultura-abominación de enfrente, la “cultura enemiga” que, para mayor alarma, “está dentro”, “entre nosotros”… Si uno hace la experiencia de copiar las noticias de los periódicos actuales sobre la “amenaza islamista” cambiando cada vez la palabra mezquita por sinagoga o imam por rabino, se encontrará entre las manos con textos que en nada se diferencian de los que produjo el antijudaísmo más virulento del pasado siglo.
Lo horrendo del antisemitismo contra los judíos, tal como lo practicó el fascismo alemán entre otros, no fue sólo la persecución de la religión judía y de sus miembros. Fue antes que nada la persecución de millones de seres humanos en función de su opción religiosa o cultural. Con cualquier otro colectivo tratado de esa forma —y no olvidemos la silenciada historia de la persecución de los gitanos en Europa— la historia habría sido igualmente atroz, a pesar de quienes hoy se rasgan las vestiduras con los ghettos de la Europa central y no con los pueblos alambrados y emparedados de Gaza, o con Auschwitz pero no con Guantánamo. Así pues, quizás habría que decir algo también sobre la historia de los mea culpa entonados desde Occidente sobre el antisemitismo. Algunos anti-antisemitas de hoy, por llamarlos así, sólo tremolan el tema del antisemitismo cuando les sirve para apoyar propagandísticamente las agresiones militares del Estado de Israel, pero la esencia del crimen colectivo racista les deja indiferentes cuando las víctimas no son reciclables para tal cometido. Otros anti-antisemitas, sin embargo, condenan el genocidio contra el pueblo judío en los años treinta como condenan todos y cada uno de los genocidios perpetrados en el mundo, sea cual sea la etiqueta que se les haya puesto a las víctimas. La tragedia palestina de nuestros días es la prueba de fuego para saber de unos y otros.
El antisemitismo en su sentido clásico, como antijudaísmo, ha sido formalmente condenado por Europa desde el final de la Segunda guerra mundial, pero no como antiislamismo. A pesar de que los clichés, la lógica de los discursos e incluso los fantasmas esgrimidos sean básicamente los mismos (una “raza” que amenaza a la civilización europea). “Se siguen difundiendo sobre los musulmanes estereotipos que nadie se atrevería a emplear al hablar de los negros o de los judíos”, escribió Edward Said en su siempre recomendable Orientalismo. “Antiislámico” es una palabra positiva de nuestros días, que muchos asumen con orgullo, como le pasó a “antijudío” en la medianoche del pasado siglo.
Sin “leyes raciales” que lo sancionen, el musulmán o la musulmana de hoy pueden ser abiertamente considerados como “sospechosos” sólo por su aspecto o por alguna seña cultural que indique su condición, como han mostrado estos días los buenos clientes blancos de algunas líneas aéreas comerciales. Recordemos que en estos recientes episodios de “falsas alarmas” los agentes del orden procedieron inmediatamente a la detención de …las víctimas de la discriminación racial, no a la de los alborotadores. De facto, bajo el discurso islamófobo de alta intensidad que vivimos en estos tiempos, prácticamente todo musulmán en Occidente es sospechoso mientras no se demuestre lo contrario. Se está criminalizando en bloque a toda una parte de la especie humana, se habla en público de un choque mundial con ella y se sueña en voz alta con su extinción. Quizás haya un día en que todo esto pase, cuando los actuales planes de conquista planetaria fracasen —in sha Allah— y la humanidad vea entonces con perspectiva y objetividad la magnitud de la espantosa situación de vigilancia y acoso en que se encuentran los musulmanes y las musulmanas de hoy por el mero hecho de serlo.
La islamofobia es útil. Tiene en realidad, como las navajas suizas, varias y complementarias utilidades. Ninguna de ellas es, por decirlo así, muy “elevada”. Obedecen a intereses nada desinteresados. Me propongo en las líneas que siguen señalar algunas de las utilidades de la islamofobia, y así explicar por qué está hoy aquí entre nosotros, más activa que nunca, heredando y perfeccionando lo más eficaz de la experiencia propagandística racista y antisemita.
La islamofobia sirve para crear un clima de apoyo a las guerras coloniales
La islamofobia, como se ha dicho antes, parte de los tiempos del primer expansionismo militar europeo y llega sin solución de continuidad hasta nuestros días. Se vincula indisolublemente a la guerra de conquista colonial, y puede decirse que aumenta o se atenúa en Occidente en función de las posibilidades de nuevas aventuras militares. En la actualidad, con los planes imperiales del fundamentalismo norteamericano en marcha, la islamofobia ha pasado a ser uno de los discursos dominantes y permanentes de los medios de comunicación occidentales. Algunos analistas de la comunicación han señalado cómo artículos y programas sobre la “amenaza islamista” aparecen con regularidad cronométrica en los grandes medios haya o no una noticia “real” de la que hablar. Lo que ocurre es que la cadencia de los mensajes islamófobos no la marcan supuestas noticias reales sucedidas en Occidente, como por ejemplo posibles comportamientos delictivos atribuidos a musulmanes, sino —si se me entiende al hablar así— acontecimientos sucedidos en los estados mayores de los países con veleidades imperiales, y en los países atacados o por atacar. También sigue los altibajos de popularidad de los partidarios de la guerra, como los vídeos del misterioso agente de la CIA que intentan vendernos como “paladín del Islam”, que aparecen cuando a la popularidad de Bush más falta le hacen. El biorritmo de la islamofobia sigue las incidencias de las invasiones de países de mayoría musulmana, y de los calendarios bélicos previstos. La última “amenaza islamista desarticulada”, la de los gatorade explosivos de Blair, ha sido denunciada por muchas voces, no precisamente musulmanas, como un abierto montaje vinculado directamente a los avatares de la agresión israelí al Líbano.
Creando la imagen de una “etnia” (como se dice en Occidente tras caer en desgracia el término “raza”) abominable, ominosa, sangrienta, cruel, una etnia que “nos odia” y que “quiere destruirnos”, es más fácil presentar su asesinato colectivo como algo “necesario”, si no incluso digno de aplauso. Las guerras coloniales son genocidios en mayor o menor escala y hay que compatibilizarlas con una imagen de sí mismo que a Occidente le gusta ostentar, y es su altísimo respeto por los derechos humanos. ¿Cómo conciliar los derechos humanos y las bombas de racimo, Estrasburgo y Abu Ghraib, la celebración de la caída del Muro de Berlín y el apoyo a quienes construyen el Muro de Palestina? Utilizando un discurso que deshumanice a los colonizados (pues los derechos humanos sólo se aplican a los humanos, como su mismo nombre indica). Los mensajes islamófobos están repletos de descripciones que hacen a los musulmanes seres bestiales, fanatizados, despreciadores de la vida, carentes de la capacidad de razonar, que es en la tradición aristotélica occidental lo que diferencia a un ser humano del que no lo es. Las parodias de información que generan los grandes medios occidentales sitúan en su Islam imaginario prácticas repulsivas de toda índole que es necesario “abolir” sin tardanza. Para abolirlas hay que “abolir” forzosamente aldeas, campos de refugiados, ciudades, infraestructuras para la supervivencia, hay que abolir la vida en paz de países enteros, pero toda esta destrucción es necesaria, “colateral”, para acabar con el Mal con mayúscula, con las legiones de la anti-humanidad que nos amenaza en cuanto occidentales.
Es difícil pensarse como un ser preocupado por la vida y la dignidad humanas cuando se apoya explícitamente una masacre. La única opción es imaginar que la masacre no ha sido realmente de personas como uno mismo, sino de algún tipo de monstruos subhumanos. La caracterización supuestamente biológica o antropológica de los colonizados como seres “inferiores” tiene una larga tradición en la cultura europea. Podemos decir que Europa suele estar tan orgullosa de sí misma porque sigue creyendo en la superioridad “blanca” que argumentó en sus páginas coloniales hasta la saciedad. Hoy quizás pocos se atreven a hablar de “razas inferiores”, pero sí de “etnias” inferiores, y sin duda de “culturas” inferiores, sociedades de semipersonas sin dignidad cuyas cifras de bajas puedan ser contadas por miles en los telediarios de mediodía sin que a nadie se le atragante siquiera el almuerzo.
La islamofobia sirve para frenar la solidaridad con la resistencia del Tercer Mundo
Las resistencias palestina o libanesa son tan “terroristas” para Israel como lo fueron las resistencias yugoslava o griega para el III Reich. En todos los casos se trata de intentos de defensa armada contra un ejército extranjero invasor, ejército que además se destaca especialmente en el empleo de medidas sin precedentes de destrucción y terror de la población civil (el ejército nazi batió la marca mundial de atrocidades, y el ejército sionista todavía ha sabido superarlo). Las resistencias en cualquier rincón del mundo donde el eje imperial haya decidido clavar sus estandartes deben ser aisladas como condición previa para su aniquilación. En tiempos de la dualidad de los bloques militares, Israel apostó por calificar a la resistencia árabe de “comunista”, beneficiándose así de la enorme maquinaria de la propaganda anticomunista americana y de las simpatías que la lucha contra tal cosa suscitaba en el seno de la OTAN. Pero los regímenes del “socialismo real” cayeron, y el comunismo como tal dejó de aparecer en los primeros puestos de las listas de amenazas al Wall Street way of life. Hubo en aquellos días un breve período de indecisión sobre dónde se encontraba el nuevo peligro universal que el imperio necesitaba (período rastreable en la historia del cine norteamericano de aquellos meses: mafias rusas, submarinos soviéticos descontrolados, Serbia… Canadá propuso humorísticamente Michael Moore en una película antológica). Pero pronto las cosas volvieron a estar claras: el nuevo Imperio del Mal, como calificaba Reagan a este tipo de montajes, era ahora el “islamismo”.
El Islam como amenaza mundial tenía ciertas ventajas estratégicas para los halcones del imperio (las zonas de recursos energéticos a saquear en Asia y África estaban habitadas mayoritariamente por musulmanes), además de beneficiar enormemente a Israel, empeñado en ser el señor de facto de todo el Oriente Medio. Pero el fantasma de la “amenaza islamista” tenía una ventaja todavía mayor respecto al anterior espectro de la “amenaza comunista”: la islamofobia era más radical, más antigua, mucho más extendida en Occidente que el anticomunismo. Si “el comunista” había llegado a ser para la inmensa mayoría de los norteamericanos un ser indescriptiblemente repulsivo y rechazable, la cosa era muy distinta en la mayoría de Europa, donde una resistencia colonial de corte socialista contra el imperio podía concitar incluso previsibles simpatías. Teniendo sobre su cabeza todos los siglos de propaganda contra los “sarracenos”, toda la producción del orientalismo colonial, “el islamista” aventaja con creces al “comunista” como candidato a espectro universal. No hay color. Con el fantasma del “islamista” por fin era posible aterrorizar irracionalmente, y prácticamente sin fisuras, a todos los occidentales. John Exposito describió en detalle en aquellos años noventa cómo los “expertos” en “planes comunistas secretos” de Estados Unidos e Israel se reciclaban vertiginosamente, de la noche a la mañana, en expertos en Islam. Quien encontraba amenazas indescriptibles en las páginas de los libros de la editorial Progreso era el mismo que al día siguiente volvía al plató de televisión con el Corán bajo el brazo. “Expertos” sólo en fabricar amenazas y alarmas al fin, éstos son los islamólogos de nuevo cuño que hoy se dedican a hablar de los musulmanes y del Islam en los foros más estridentes de Occidente. El objetivo es el mismo: fabricar una amenaza que colocar ante las miras de las armas del imperio. Y hay que reconocer que con el cambio, desgraciadamente, han llegado más lejos.
Durante la última agresión israelí al Líbano hemos podido ver que en muchos foros de internet se reproducía un mismo debate. Foros de los llamados “movimientos sociales”, solidarios en principio con el país libanés agredido, se paralizaban de pronto en debates interminables sobre la cuestión de que si la solidaridad con el Líbano podía implicar el apoyo a una organización “islamista” como Hezbollah. En muchos de estos foros contra la guerra los miembros más activos se vieron obligados, al parecer ante sí mismos, a realizar explícitas declaraciones de rechazo al “islamismo” o al “integrismo islámico”. De hecho lo que se producía en estos foros no era más que un reflejo de lo que estaba sucediendo en la esfera mediática más pública. Israel estaba intentando cortar toda solidaridad para con sus víctimas civiles del Líbano diciendo en muchas cadenas y con muchas voces que estaba “luchando contra la organización terrorista Hezbollah”.
En esos días ¿qué había de rechazable en Hezbollah para tantas personas solidarias de aquí? Era una organización que estaba resistiendo eficazmente a Israel y era musulmana. La resistencia eficaz contra la agresión israelí no parecía ser en principio lo que les producía el rechazo. Entonces la aversión, lo que impedía toda proximidad, toda solidaridad abierta, era el ser musulmana (“islámica”). Así muchas manifestaciones contra la guerra de Israel celebradas aquí aclamaban un poco metafísicamente a una “resistencia” sin rostro que había en el Líbano, sin querer citar en absoluto a Hezbollah (yendo así en contra del comportamiento del pueblo libanés de toda condición). El “problema” de la solidaridad de la izquierda occidental con la resistencia palestina es igualmente el carácter “islámico” de Hamas. Hay un discurso antiislámico de izquierdas no menos virulento en ocasiones que el de derechas, discurso que —puesto que identifica lo “islámico” con la quintaesencia de “lo religioso”— considera que es un acto de sano laicismo racionalista no mostrar demasiadas simpatías con quienes hoy intentan resistir en primera línea al imperialismo norteamericano y sus aliados, si no son “laicos” al estilo occidental (que es la única forma de ser “laico”). Nótese que el componente “religioso” no es un problema para estos sectores cuando se trata de aceptar a organizaciones cristianas en los foros sociales o en las coordinadoras de ONGs, ni tampoco ha sido un problema cuando ha aparecido —siempre en su vertiente cristiana— en la composición del gobierno sandinista o incluso en los discursos del presidente venezolano. En todos estos casos esa izquierda occidental ha sabido, lúcidamente, mirar más allá de los indicadores “religiosos” y descubrir el cariz social de esas opciones políticas. Sin embargo, en el caso de la solidaridad con la resistencia en el mundo musulmán, la mera percepción del componente “religioso” es un revulsivo inmediato y completamente paralizante: Voltaire y Bakunin se aparecen en efigie en ese momento y exigen una explicación taxativa del ilustrado occidental, el tema de las señas “religiosas” se convierte en una cuestión filosófica gravísima que no admite ambigüedades. Por cierto ¿se han dado cuenta de que hasta a las banderas “iraquíes” de las manifestaciones solidarias de aquí les falta las palabras Allahu Akbar? (aunque estas palabras las pusiera el régimen “laico” de Saddam Husain y su primer ministro cristiano Tariq ‘Aziz…). Podríamos preguntarnos entonces: ¿Deben renunciar los pueblos de la Tierra a vivir sus culturas para poder recibir la solidaridad de la izquierda occidental? ¿Deben conservarlas sólo como “tradiciones” pintorescas que le den color al planeta, pero que no discrepen de la forma occidental de ver el mundo (con sus compartimentos de lo “religioso” y lo “laico”, lo “espiritual” y lo “material”, etc.)?
La islamofobia sirve para manejar mejor la mano de obra semiesclava de la inmigración
La inmigración es un fenómeno de magnitud planetaria que los países occidentales saben que deben asumir. Se habla ya en ocasiones, todavía pocas, sobre la necesidad de los emigrantes para poder cubrir las pensiones sociales, la demografía e incluso los cupos de tropas. Los emigrantes constituyen una fuerza de trabajo imprescindible para el mantenimiento de las actuales sociedades occidentales. El “problema” está en que el modelo neoliberal no contempla la concesión de muchos derechos laborales. Se trata de liquidar los que quedan del período de relativa opulencia de antaño, no de extenderlos a nuevas franjas de la población trabajadora. Los despidos se suceden en los empleos antes más estables, y los puestos más blindados se clausuran a golpe de prejubilación y de “premios” para irse a casa. El objetivo ideal del neoliberalismo es disponer de una bolsa de mano de obra lo más barata posible, en condiciones de abierta semiesclavitud, una mano de obra que pueda ser desechada o utilizada a golpe de fluctuación de mercado, sin derecho a exigir nada cuando no sea requerida. La “regularización”, la división de los inmigrantes entre “con papeles” e “ilegales” funciona de hecho como un grifo que abre o cierra esta fuerza de trabajo no según sus necesidades como personas sino según las necesidades de mercado. La utilización, básica en algunos sectores como el agrícola, de la mano de obra “sin papeles” está dando muy buenos resultados. Los trabajadores en estas condiciones no tienen derecho ni a vivir en las ciudades de sus patrones, sólo en chabolas escondidas de la vista general. Amenazados permanentemente con la detención, la expulsión o el hambre, los trabajadores “sin papeles” son sometidos a las peores condiciones laborales y vitales, incluso a tener que trabajar confiando en la benevolencia del patrón para recibir efectivamente algo por su trabajo. Esta inmigración semiesclava entra ya en los cálculos del desarrollo de sectores importantes de nuestra economía privada. Como toda colectividad sometida a maltrato y sobreexplotación, el peligro de los temporeros “irregulares” está en su organización y en su protesta. La mayoría de los trabajadores extranjeros que sobreviven en estas condiciones es o se prevé que sea del continente africano, específicamente de países de mayoría musulmana. El foro tradicional donde reunirse y tratar los problemas colectivos es en la cultura musulmana la mezquita. Porque una mezquita no es lo que en el mundo cristiano se entiende por un “templo”, sino un lugar de reunión, comunicación y conocimiento. Es fácil prever que surgirán —ya han surgido— protestas colectivas y públicas de los temporeros “ilegales” obligados a trabajar en condiciones infrahumanas por sueldos de miseria y a vivir bajo latas y plásticos.
Fue la coalición de extrema derecha de Berlusconi la primera voz oficial europea que propuso, ya en 2002, que “cualquier inmigrante que tuviera una mancha policial” fuera “vigilado en el contexto antiterrorista”. A comienzos del año siguiente, en enero de 2003, se produjo en Italia la primera “redada contra la inmigración clandestina” organizada ya como “operación antiterrorista”. Veintiocho inmigrantes de origen pakistaní, “sin papeles” y dedicados a la venta ambulante en Nápoles, fueron detenidos como “extremistas islámicos” y acusados de estar preparando un atentado contra una base de la OTAN en Italia, dado que en una página de uno de los periódicos encontrados en una de sus casas aparecía una foto de un general norteamericano. Berlusconi se granjeó inmediatamente la admiración de todo el fascismo europeo: “El único estadista europeo que ha sido capaz de ponerse de pie y defender los valores de Occidente”, dijo de él en esos días la página web del neonazi British National Party. Un mes más tarde los tribunales italianos se vieron obligados a poner a todos los inmigrantes en libertad por falta absoluta de pruebas. En los años siguientes el gobierno Berlusconi apadrinó nuevas redadas contra inmigrantes “sin papeles” a cargo de fuerzas especiales antiterroristas. Aznar y Acebes no tardaron en aplicar en España la política militar-policial para la inmigración inaugurada en Italia, al igual que otros países europeos. Comenzó así la perversa asociación en nuestros medios entre “inmigración e islamismo”, o “terrorismo”, que para el discurso islamófobo todo es lo mismo. Comenzaron a aparecer inmigrantes sin permiso de trabajo que “recaudaban dinero para Al-Qaeda” al vender hachís en las esquinas o robar relojes, que tenían en sus modestas viviendas sospechosas “sustancias blanquecinas” que echaban en la lavadora y hacían espuma, jornaleros pobres, vendedores ambulantes, incluso pequeños confidentes de la policía, convertidos todos por unos días de impacto informativo, en las cabeceras de los periódicos y en la apertura de los telediarios, en “desarticulados” agentes de sofisticadísimas redes terroristas internacionales.
Su puesta en libertad por falta de pruebas, seguida frecuentemente de su expulsión, no ha alcanzado nunca a ser noticia destacada en los medios y así el público desinformado ha podido creer que seguían en prisión y que el montaje informativo, pese a las evidencias y a la sentencia judicial, había sido verdad. El diplomático británico Craig Murray acaba de hacer un balance de las detenciones de inmigrantes musulmanes en Gran Bretaña desde que empezaron las guerras del fundamentalismo norteamericano: “Se trata pura y simplemente de un hostigamiento de los musulmanes a un nivel sorprendente. Del millar amplio de musulmanes detenidos en Gran Bretaña en el marco de la ley antiterrorista sólo el 12 % se ha visto finalmente acusado de algo concreto. De los que han sido acusados, el 80 % ha terminado siendo absuelto. La mayor parte de los que finalmente son condenados —sólo un 2% de los detenidos— no lo son por algo que tenga alguna relación con el terrorismo, sino por delitos menores que la policía acaba encontrando al trillar una y otra vez, con minuciosidad, las ruinas de las vidas que han roto”.
Los trabajadores inmigrantes sometidos a la sobreexplotación y a la ausencia de derechos deben tener encima sin descanso la espada de Damocles de su detención y de su expulsión, debe evitarse a toda costa la aparición de “cabecillas” que puedan expresar y representar sus reivindicaciones. La vigilancia “antiterrorista” de lugares “donde se reúnen musulmanes” viene como anillo al dedo a esta nueva pero antigua forma de explotación. Presentar las mezquitas o musallas de trabajadores inmigrantes como posibles “focos de integrismo”, sus protestas como pretendidos “sermones incendiarios”, etc., supone el poder justificar el trato de esta población semiesclava a punta de arma si es necesario, imponerle el silencio mediante el miedo policial, expulsarla en masa cuando convenga (no como un atentado a los derechos humanos, sino como una medida de “seguridad”), en definitiva: mantenerla como mano de obra colonial dentro del perímetro de la metrópoli.
Conclusión: la islamofobia sirve para construir una unión sagrada en Occidente
Durante la Primera guerra mundial se acuñó en Francia un término para el fenómeno que se produce cuando se logra polarizar a toda una sociedad contra la amenaza —real o imaginaria— de un “enemigo exterior”. Esta palabra, con la que se pretendía abolir o paralizar los debates sociales dentro de Francia mientras durase la guerra con Alemania, era Union Sacrée (Unión Sagrada). Pocos se atrevieron a rebelarse en aquellos días contra las uniones sagradas que se fueron convocando en todos y cada uno de los países beligerantes, sobre todo porque la bayoneta ayudaba a resolver cualquier duda que pudiera albergarse. Y más uniones sagradas siguieron proclamándose en todas las guerras que vinieron después, hasta el punto de que surgieron voces maliciosas que llegaron a decir que no eran las guerras el motivo de las uniones sagradas, sino que las uniones sagradas eran el motivo de las guerras. Uno de los casos más sonados de guerra provocada para obtener la unión sagrada, y no al revés, se produjo durante la última etapa de la dictadura argentina, cuando la confrontación sobre las Malvinas con Gran Bretaña quiso unir a jornaleros con latifundistas, a torturados con torturadores, a demócratas con dictadores.
Lograr hacer creer en un enemigo exterior que amenaza con su existencia “a toda la sociedad”, que justifica la construcción de un “nosotros” homogéneo y chauvinista, es el sueño de todo Poder. Pero dentro de ese flamante “Nosotros” indestructible ¿cuál de nosotros, como personas individuales, diferentes, cambiantes, prevalecería? Por ejemplo, cuando se habla de que los emigrantes tienen “otras costumbres” ¿cuáles son esas “nuestras” costumbres que estamos asumiendo? ¿La forma de vivir del ejecutivo, del skin, del funcionario, del okupa? Cuando acordamos que “tienen otra mentalidad”, ¿cuál damos por supuesto que es la “nuestra”? ¿La de monseñor Escrivá, la de Durruti, la de los triunfitos, la de Vázquez Montalbán? Normalmente el Poder propone estas uniones sagradas para conseguir la adhesión incondicional a él, a sus modelos y a sus valores, no para rebajarse a buscar alguna media popular. Cada vez que el Poder está con dificultades de legitimación social tocan a rebato las campanas del enemigo exterior: “¡Qué sería de nosotros sin los bárbaros!” escribía Kavafis en uno de sus poemas. ¿Qué sería del “nosotros” occidental de nuestros días, los días de las guerras del fundamentalismo norteamericano, sin los “islámicos”? Y en aras de ese “nosotros” homogéneo se está arrebatando poco a poco el derecho a la diferencia dentro de Occidente, el derecho a que cada uno pueda inventar su propia vida y vivirla (aunque no sea la vida que los de arriba pondrían como modelo de “occidental”), el derecho al mestizaje fecundador. Yo creo que a eso se refería el hermano Malcolm X cuando dijo: “el racismo es suicidio”.